martes, 30 de noviembre de 2010
Disertaciones macroeconómicas sobre el software libre
Por: Dani Gutiérrez
Revisando la última lista de las 400 personas más ricas de EEUU que la revista Forbes publica anualmente en otoño, a la cabeza (y en segunda posición de la lista mundial) está William Gates con 54.000 millones de dólares -de un año aquí ha sumado 4.000 millones-, y en tercera posición se encuentra Larry Ellison fundador y CEO de Oracle, con 27.000 millones. La lista de los 400 ofrece filtros por sectores industriales, y aplicando el tecnológico (Hardware, Software, Telecomunicaciones) aparecen 39 hombres y una mujer. En esta sublista de 40, se aprecia que 14 las 20 primeras posiciones corresponden a negocios provenientes del software, concretamente de Sistemas operativos (Microsoft, Apple), del mundo de la red (Google, Amazon, Facebook, eBay), o de soluciones de ámbito empresarial (Oracle, SAS). Cada uno de esos catorce -nunca mejor dicho- afortunados cuenta con más de 2.200 millones, y entre todos ellos suman unos 185.000 millones de dólares.
Por cuantificar esa cifra en base a sumas de PIBs de países, tomando como fuente los datos de 2008 del Banco Mundial, habría que agregar 63 países. Una cuestión ética a considerar sería la conveniencia de regular los máximos de enriquecimiento personal, o llevado al terreno salarial, la existencia de un salario máximo al igual que hay un mínimo; si alguien puede vivir con ‘uno’, ¿es ético que otro pueda recibir más de ‘cien’? En cualquier caso, y a pesar de que esta receta sea del desagrado de una parte de la población tanto minoritaria como poderosa, sí podríamos consensuar la bondad de una distribución de la riqueza más horizontal que garantice un mínimo a cualquier persona del planeta, aunque sea desde un prisma práctico de la estabilidad social (exclusión social, flujos migratorios, conflictos socioeconómicos a veces armados,…).
Volviendo a los 14 famosos, ¿qué tienen en común además de los “programas de ordenador”? Que todos ellos se han enriquecido hasta la saciedad gracias al negocio del llamado software privativo o no libre, esto es, que no permite el acceso a su código fuente, la modificación del mismo, así como la copia del programa. Estando de acuerdo con que la suya es una actividad completamente lícita, el “otro” modelo económico, el del software libre, favorece no sólo la expansión del conocimiento tecnológico abierto -una gran semilla para la innovación- de forma universal, sino que además genera un modelo de distribución de la riqueza mucho más horizontal.
Esto es así porque al no permanecer el know-how en manos del fabricante, que en muchos de los 14 casos ha acabado convirtiéndose en un monopolio de facto, es viable que en cada región geográfica surjan empresas de base tecnológica a las que acuden los clientes (usuarios domésticos, administraciones públicas, otras empresas) del mercado local, y además esas empresas se fortalecen en su capacitación Como añadido, se produce un fenómeno de lógicas de colaboración, en lugar de las mayoritarias dinámicas competitivas en el sentido de enfrentamiento y “sálvese quien pueda”.
Yendo a aspectos del día a día, nadie negará el buen funcionamiento de un iPad o la difundida práctica de los Windows de turno; tampoco negará nadie que si hace unos años compraste en bolsa 1000 € de manzanas Apple ahora tienes 3000. Pero desde una óptica más global y con perspectiva en el tiempo, quizás haya que plantear que estos productos son a largo plazo menos convenientes que una inversión en opciones no privativas. Podría parecer “guay” que cada habitante del planeta o de un país tuviera un BMW, pero el problema es que no llega para todos, por no hablar de los efectos de la contaminación que supondría tanto coche.
Por todo lo indicado, resulta más que conveniente que desde las Administraciones públicas se haga un esfuerzo por difundir el sentido ético-político del software libre y ampliar su uso. La apuesta consiste, por tanto, en comprender en qué consiste y sus ventajas, pero también en establecer políticas y planes estratégicos dotados de recursos públicos con el seguimiento correspondiente, a fin de apuntar a programas de alta calidad e impacto en la población, las empresas y la propia Administración.
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